Vivimos tiempos extraños. Tiempos en los que un litro de agua puede resultar más caro que un litro de leche. Tiempos en los que la diferenciación, que era el Santo Grial tras el que debían correr las empresas de la agroalimentación, ha dejado paso a las marcas de la distribución con un consumidor más preocupado por el precio que por la calidad.
Pero, por extraños que los tiempos sean, aun se mantiene el antiguo uso de que una empresa no es rentable si sus ingresos son sistemáticamente inferiores a sus gastos. Y la agricultura, que debe cada día más buscar sus ingresos en el mercado no es una empresa. Suele ocurrir que en un mercado, cuando se producen beneficios, entonces la competencia aumenta, pues cada vez más empresas nuevas quieren participar de ellos. Con el tiempo, según los manuales al uso, será precisamente esa competencia la que provoque que los precios tiendan a reducirse, favoreciendo la supervivencia de los más eficientes y mejorando el bienestar de los consumidores. En este sentido, no es difícil imaginar las razones por las cuales los agricultores de países terceros se lanzan a la conquista de nuestros mercados (no olvidemos que Europa es uno de los mercados de mayor poder adquisitivo del mundo y el primer importador de alimentos junto con Estados Unidos).
La afluencia de nuevas ofertas debe hacer que el precio caiga poco a poco. Pero, ¿hasta cuánto? Es obvio que hasta que los productores pierdan dinero y tengan que abandonar el mercado. En el caso de muchos productos españoles es precisamente eso lo que está pasando, el precio ha bajado por debajo de los costes de producción y el margen ha desaparecido, llevando a la quiebra a muchas explotaciones.
Sin embargo, el agrario no es un mercado cualquiera. En primer lugar, posiblemente es uno de los mercados más variados del mundo, por la enorme variabilidad de productos diferentes, por la enorme cantidad de suministradores (agricultores y ganaderos) y por su amplísima presencia geográfica. En segundo lugar, y aunque parezca mentira que haya que recordarlo, la alimentación es una necesidad vital y, por ello, garantizar su suministro es uno de los primeros objetivos que debe asegurarse cualquier Estado si quiere prosperar. Hoy damos por hecho que el alimento no será un problema en el futuro, el aspecto atiborrado de nuestros supermercados nos impulsa a menospreciar los riesgos de la falta de suministro. Pero, el futuro está lleno de incertidumbres y, por poco probable que nos parezca un suceso, éste puede producirse: una guerra, una catástrofe natural, el propio cambio climático, envenenamientos terroristas, etc.
Hay que estar preparados para ello. De la misma forma que acumulamos reservas estratégicas de petróleo o gas, o compramos millones de vacunas si creemos que vamos a ser atacados por una epidemia. Si dejamos que el tejido agrario nacional se deshilache, porque no es rentable, no seremos capaces de responder rápidamente ante una amenaza como las mencionadas. Nos parece que no es conveniente depender de otros países para el suministro energético y ponemos en los objetivos de todos nuestros planes energéticos la reducción de esa dependencia. La agricultura es un bien público y estratégico, además de un bien de mercado.
No se trata de subvencionar el agro, sino de garantizar la soberanía alimentaria a largo plazo, por un lado, y una justa asignación de precios en el mercado, por otro, de forma que no se produzcan desajustes motivados por el desequilibrio de la cadena. Tampoco se trata de cerrar las fronteras europeas a los productores de países terceros. La agricultura española aún es muy competitiva (como atestiguan nuestras exportaciones), pero los márgenes se siguen estrechando demasiado deprisa por el lado de los ingresos y no siempre porque existan competidores más eficientes, sino por las estrategias de penetración de la Gran Distribución.
Nos arriesgamos a llegar al umbral de no retorno del sistema, y que terminemos diciendo (parafraseando a Unamuno) aquello de ¡que nos alimenten ellos! Pero claro, entonces, nuestra vida dependerá de ellos, sean quienes fueren.
Vivimos tiempos extraños. Tiempos en los que un litro de agua puede resultar más caro que un litro de leche. Tiempos en los que la diferenciación, que era el Santo Grial tras el que debían correr las empresas de la agroalimentación, ha dejado paso a las marcas de la distribución con un consumidor más preocupado por el precio que por la calidad.
Pero, por extraños que los tiempos sean, aun se mantiene el antiguo uso de que una empresa no es rentable si sus ingresos son sistemáticamente inferiores a sus gastos. Y la agricultura, que debe cada día más buscar sus ingresos en el mercado no es una empresa. Suele ocurrir que en un mercado, cuando se producen beneficios, entonces la competencia aumenta, pues cada vez más empresas nuevas quieren participar de ellos. Con el tiempo, según los manuales al uso, será precisamente esa competencia la que provoque que los precios tiendan a reducirse, favoreciendo la supervivencia de los más eficientes y mejorando el bienestar de los consumidores. En este sentido, no es difícil imaginar las razones por las cuales los agricultores de países terceros se lanzan a la conquista de nuestros mercados (no olvidemos que Europa es uno de los mercados de mayor poder adquisitivo del mundo y el primer importador de alimentos junto con Estados Unidos).
La afluencia de nuevas ofertas debe hacer que el precio caiga poco a poco. Pero, ¿hasta cuánto? Es obvio que hasta que los productores pierdan dinero y tengan que abandonar el mercado. En el caso de muchos productos españoles es precisamente eso lo que está pasando, el precio ha bajado por debajo de los costes de producción y el margen ha desaparecido, llevando a la quiebra a muchas explotaciones.
Sin embargo, el agrario no es un mercado cualquiera. En primer lugar, posiblemente es uno de los mercados más variados del mundo, por la enorme variabilidad de productos diferentes, por la enorme cantidad de suministradores (agricultores y ganaderos) y por su amplísima presencia geográfica. En segundo lugar, y aunque parezca mentira que haya que recordarlo, la alimentación es una necesidad vital y, por ello, garantizar su suministro es uno de los primeros objetivos que debe asegurarse cualquier Estado si quiere prosperar. Hoy damos por hecho que el alimento no será un problema en el futuro, el aspecto atiborrado de nuestros supermercados nos impulsa a menospreciar los riesgos de la falta de suministro. Pero, el futuro está lleno de incertidumbres y, por poco probable que nos parezca un suceso, éste puede producirse: una guerra, una catástrofe natural, el propio cambio climático, envenenamientos terroristas, etc.
Hay que estar preparados para ello. De la misma forma que acumulamos reservas estratégicas de petróleo o gas, o compramos millones de vacunas si creemos que vamos a ser atacados por una epidemia. Si dejamos que el tejido agrario nacional se deshilache, porque no es rentable, no seremos capaces de responder rápidamente ante una amenaza como las mencionadas. Nos parece que no es conveniente depender de otros países para el suministro energético y ponemos en los objetivos de todos nuestros planes energéticos la reducción de esa dependencia. La agricultura es un bien público y estratégico, además de un bien de mercado.
No se trata de subvencionar el agro, sino de garantizar la soberanía alimentaria a largo plazo, por un lado, y una justa asignación de precios en el mercado, por otro, de forma que no se produzcan desajustes motivados por el desequilibrio de la cadena. Tampoco se trata de cerrar las fronteras europeas a los productores de países terceros. La agricultura española aún es muy competitiva (como atestiguan nuestras exportaciones), pero los márgenes se siguen estrechando demasiado deprisa por el lado de los ingresos y no siempre porque existan competidores más eficientes, sino por las estrategias de penetración de la Gran Distribución.
Nos arriesgamos a llegar al umbral de no retorno del sistema, y que terminemos diciendo (parafraseando a Unamuno) aquello de ¡que nos alimenten ellos! Pero claro, entonces, nuestra vida dependerá de ellos, sean quienes fueren.